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"Decidí quedarme y si me mataban, me mataban"

Actualizado: 17 jun 2020

Irónicamente, al entrar en un campo de concentración, hay una frase que reza: “El trabajo nos hace libres”. Tibor Schwartz, 89 años, relata su experiencia llena de dolor, esperanza y superación. La mirada de uno de los últimos sobrevivientes del Holocausto.


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¿Cómo querés que empiece? ¿Qué necesitas?


Quiero saber todo lo que me quieras contar. Empezá por el principio.


Mi vida tiene muchas facetas. La primera hasta los doce años, cuando el lugar donde vivía era Checoslovaquia, todo bárbaro. Después, de los doce años hasta los diecisiete o dieciocho. Toda nuestra vida dio un giro de 360 grados, mi vida, porque voy a hablar de mi vida. Ahí fue cuando entraron los húngaros, y después de un tiempo, tuve que ir al campo de concentración. Del ‘42 hasta el ‘45 fue la guerra, la tercera faceta. En el ‘44 nos llevaron al campo. Llegamos a Auschwitz y ahí nos marcaron. Yo con mi padre y mi hermana, Edith, con mi madre. Estuve con mi padre cerca de Auschwitz, no nos quedamos ahí adentro, nos llevaron a un campo cercano, a unos 15, 20 km, Monowitz se llamaba, había un campo preparado, donde trabajábamos.

Me acuerdo que llegamos a la nochecita. Mi hermana, tu abuela tenía su tatuaje en el otro brazo, no sé si eran las mujeres y de un lado y los hombres en el otro pero ella lo tenía en el otro. Cuando volvimos muchos se operaron y se lo sacaron o se tatuaron para tapárselos. Pero nunca me intereso.


¿Ese sería tu primer trabajo?


Sí. Ellos lo llamaban "lager", que es campo de concentración. Y los jefes eran los capos, ¿sabes de dónde vine el término capo? Éramos 2000, 3000 personas más o menos, nos dividían en grupos, y el que nos dirigía se llamaba el capo. Después supe que esos capos eran los mayores asesinos de Alemania, Hitler los sacaba de ¿cómo se llaman? Las cárceles. Los peores asesinos de las cárceles eran esos capos nuestros. Algunos eran bastantes malos.

Nos levantaban a las seis, el trabajo era de fabricación. Igualmente nosotros no sabíamos nada de que iban a hacer ahí. Yo cargaba ladrillos y cemento. Llevábamos las cosas, y los que sabían levantaban las paredes. Iba a ser una fábrica, según me enteré, nosotros la construíamos. Hasta donde supe nunca se termino. Se llamaba Buna, ese nombre le pusieron al campo también, por la fábrica.


¿Todo esto era con tu papa o él dónde estaba?


Mi padre no estaba conmigo, estaba en otra sección, ahí mismo en Buna. Yo cuando volvía de trabajar iba a verlo. Ahí adentro te dejaban moverte, dentro de los alambres eléctricos. Yo iba siempre y le llevaba pan, porque la comida del campo podía caerle mal, tenía cincuenta, y a esa edad un hombre era considerado grande.

Más o menos al mes o dos meses de llegar, no me acuerdo, fui a verlo y llevarle pan y me dijeron “tu papá no está” y yo ya sabía que lo habían llevado a Auschwitz, no había otra opción. En Auschwitz los quemaban. Primero los metían en la cámara de gas, es como que te metas en tu baño pero en lugar de agua, sale gas. Y ahí se morían y los llevaban al crematorio para quemarlos. Después cuando faltaban tres o cuatro meses para que entraran los rusos hicieron desaparecer todo eso.


Cuando se terminó la guerra, ¿qué paso? ¿Los liberaron directamente?


Ahí hice una macana yo, pero no sabía, ¿viste? Tenía 18 años.

Paso lo siguiente, cuando entraron los rusos dijeron a los que quedábamos: “los que están enfermos se quedan en el campo, los que pueden caminar vamos”. Se creía que a los que se quedaban los iban a matar, pero yo no me quería ir, iba a caminar pero quizás me moriría en la nieve. Decidí quedarme y si me mataban, me mataban. Quedamos como quince o veinte, no más. Estuvimos del 17 de enero a 27 de enero de 1945, sin alemanes y sin rusos, sin cocina y sin comida. Tuvimos la suerte que un muchacho que se quedó había trabajado en la cocina y sabía dónde guardaban papas. Hacían pozos y los tapaban con tierra para que no se congelaran. Los que pudimos caminar fuimos a buscarlo. Comimos papas durante diez días. Agua no precisábamos, teníamos hielo. Lo agarrábamos y nos lo poníamos en la boca.

Cuando llegaron los rusos tomaron nota de nosotros para tener nuestros datos y avisar quienes eran los sobrevivientes. Ahí fue cuando cometí mi error. Nos preguntaron nuestro nombre, fecha de nacimiento y lugar de origen. Era Hungría antes, pero ya en ese momento era de vuelta Checoslovaquia. Tuve que haber dicho Checoslovaquia, pero no sabía hablar eslovaco, siempre se había hablado húngaro en mi pueblo. Así que dije que era húngaro. Hungría estuvo en guerra con los rusos, así que me pusieron en otro lado. Viajamos como dos días, y nos hicieron bajar. Cuando bajamos y miramos nadie reconocía nada. No era Checoslovaquia, era Rusia. Estábamos en Minsk. Llegué ahí, porque dije que era húngaro.


¿Y qué hacían ahí? ¿Era como un campo de concentración?


No hacíamos nada. No se parecía en nada a los otros campos. Lo máximo que hacíamos era ir a buscar leña para la cocina. Ahí comí por primera vez comida de lata, yo no lo conocía. Venía de Norteamérica, lo mandaba la Cruz Roja, le daban todo a los rusos. Estuvimos ahí más o menos desde abril hasta octubre. La Cruz Roja mandó también una lista con los sobrevivientes a Estados Unidos, así se enteró mi hermano Billy que se había mudado allá, que yo vivía. Con mi hermana que estaba de vuelta en mi casa ya había hablado, se mandaban cartas. El único que no sabía nada de ninguno era yo. Y todo porque yo dije que era húngaro.

El que mandaba en Minsk era un capitán que venía de Moscú, pasaba con oficiales y nos miraba que estuviéramos bien. A ellos les convenía tenernos ahí, porque les mandaban comida y ropa. Era un negocio grande para los rusos. Todo venía de Norteamérica Éramos como quince o veinte de Checoslovaquia y uno sabia bastante bien hablar ruso. Un día ese muchacho que te digo se metió en la oficina de él. ¿Cómo lo hizo? Nunca lo supimos, había mucha vigilancia. Habló con el general y le dijo: “¿cómo nosotros somos checoslovacos, amigos de ustedes durante la guerra y estamos acá como prisioneros?”. Ahí se termino el asunto. A los tres o cuatro días, nos llamaron de la oficina a nosotros catorce o quince que éramos y logramos irnos. Era hora de volver a casa.


¿Cómo fue el viaje?


El viaje, nenita, fue impresionante. De Minsk hasta Praga. Estábamos con dos sub oficiales que tenían un recibo como si fuera el que pedís en una panadería cuando compras panes, y ahí escritos nuestros nombres, porque no teníamos documentos ni nada. Ellos tenían esa especie de recibo. No sabes en ese momento como viajaban los soldados. Los vagones iban llenos. Había mucha gente hasta arriba del techo. Pasó que pasamos por un puente y no se dieron cuenta, y barrió a muchísimos. Decían, nosotros no lo vimos, íbamos adentro. En las estaciones los sub oficiales se paraban en la puerta con ametralladoras y ahí subíamos nosotros, nos protegían. Yo tenía una valijita con la ropa que nos fueron dando, porque si iba a volver a casa quería volver bien vestido.

Hasta que no llegamos a Praga nunca supimos donde estábamos, no reconocimos nada. Ahí nos dijeron “adiós” y nos dieron un pasaje para el pueblo donde vivía cada uno, y comida. Nadie sabía que llegaba, ni creía que iba a haber alguien para recibirme. Mi hermana Edith se había mudado con mi tío, creo que fue el único que volvió, a Veľké Kapušany. Justo ese día que yo llegue estaba ella, en la casa de una vecina que vivía en frente. Lo primero que me dijo fue: “Era verdad”.


¿Qué hiciste cuando volviste?


Al poco tiempo que llegó Andrés, tu abuelo, se conocieron con Edith, y se enamoraron muy rápido. A los tres meses ya se estaban casando. Yo llegué en noviembre y creo que en diciembre, llego tu abuelo. Él era un soldado, ya durante la guerra, y se salvó. ¿Cómo fue? Lo sabrá él solamente, se lo llevó a la tumba pobre.

Yo estaba trabajando con mi tío sus tierras, lo ayudaba a organizarlas, hasta que me llegó una carta de mi hermano Billy que decía que nos fuéramos a Norteamérica con él. Ahí me fui con Edith y Andrés, pero cuando fuimos al ministerio había tanta gente que era imposible. 2 años nos quedamos ahí, 20 tenía yo. Me tenía que ir, si cumplía los 21, no me iba a poder ir más, me iba a tener que presentar al servicio militar.

Llegó marzo. Hablamos con el comisario y le preguntábamos que podía hacer yo para no presentarme. Nos preguntó si teníamos algún familiar en una ciudad cercana. Andrés tenía a un primo en Košice, no era lejos. Me dijo que me fuera ahí y que consiguiera un certificado que dijera que me iban a operar del apéndice. Era la única forma. Era una operación fácil y creíble. Yo vi a los oficiales cuando llegaron, mientras ellos se bajaban del tren yo me subía para irme a Košice. Me quedé ahí una semana. ¿Y te sacaron el apéndice? Hasta hoy no, todavía lo tengo acá.


Pero tenías que volver, ¿cómo hiciste para irte definitivamente?


Los que estaban enfermos tenían hasta septiembre para volver a presentarse a la revisación médica, pero nosotros nos queríamos ir. Fue gracias a Andrés que nos vinimos a Argentina. Él tenía a su hermano Luis viviendo en la calle Céspedes y Conde. Luis tenía un conocido, un coronel. Los coroneles en la época de Perón lograban lo que querían. Nos consiguió la visa y nos la mandó enseguida. En ese momento éramos Edith, Andrés, Juan, su bebé de un año, y yo. Antes de septiembre ya teníamos todo listo y nos fuimos a Praga. Nos teníamos que ir rápido, porque los gobiernos cambiaban como uno se cambia de camisa, y si al nuevo gobierno que llegaba se le cantaba que te tenías que quedar, no te podías ir más.


¿Y la aventura hasta acá como fue?


De Praga nos tomamos un tren a París. Me acuerdo que cruzamos Alemania y estaba todo bombardeado, no se veía nada. Antes de que saliera el barco, vinieron dos oficiales de la gendarmería, que tenían una lista de qué era lo que se podía llevar, no podías irte con lo que querías. ¿Qué podían traer? Y mira, la lista decía, tres o cinco corbatas, pocas camisas, algunos pares de zapatos y anillos de oro sólo los casados. Eso en una valija grande, que revisaban que los gendarmes antes de salir. Las cerraban para que no las pudieras abrir más hasta llegar.

Fue un viaje largo. Apenas salió el barco de Bordeo, empecé a sentirme mal. Los veinticinco días de viaje estuve enfermo. Cada vez que se movía el barco no podía ni tomar agua. La primera parada fue Casa Blanca, ahí recién comí algo. No sé cómo aguante. De Casa Blanca, recién paró en Brasil, en Santos. Ahí no pudimos bajar. Nos dejaron en Río de Janeiro. Era pleno agosto, y hacía calor como si fuera verano. Después llegamos acá y hacía frío. No estábamos preparados para eso, sufrimos tanto el frío ese agosto.


¿Cuando llegaron sin hablar el idioma, como hicieron?


Eso fue muy lindo. Según los diarios de Argentina, el día que llegaba el barco, el “Désirade” se llamaba, había una huelga en el puerto. Pero resultó que levantaron la huelga, y Luis no leyó el diario. Llegamos a la madrugada y nos sentamos con las valijas a esperar unas dos o tres horas, sin poder irnos porque no entendíamos una palabra, ni teníamos plata. Llegó y nos llevó a Forest 1315, el piso no me lo acuerdo muy bien, sexto o séptimo. La primera vez que salí fue a los dos días de haber llegado, me fui al zoológico. Fui caminando, en Europa estaba acostumbrado a caminar, caminaba como veinte kilómetros al día.


¿Cómo lograste trabajar sin entender el idioma? ¿Cuál fue tu primer trabajo acá?


El primer mes no trabajé. Iba a veces con Luis, a donde trabajaba él para hacer algo, pero era difícil, por no entender nada. Al segundo mes, Luis me consiguió un trabajo, en un taller chico. Hacían productos de bronce, para peluquerías, librerías, todo tipo de lugares. El dueño era húngaro pero nunca estaba ahí. Entraba a las seis de la mañana hasta las dos de la tarde, viajaba con el tranvía, que me salía quince centavos. No sabía usar nada, porque seguía estudiando antes de guerra, sólo muy poco de sastrería que me enseño mi tío antes de irme de Europa: “Tenés que saber algo de oficio para irte a otro país” me decía. El primer día el capataz me agarró la mano y me llevó a la mesa de trabajo, me enseñó a usar la morsa y la lima. Él me lo decía en castellano, y me hacía señas, para que entendiera. Yo estaba contento, si iba a vivir acá, quería saber el idioma, no me servía más el húngaro.

En ese taller aprendí mi primera palabra, ¿la puedo decir acá? ¿No importa? “La puta que te pario”. ¿Sabes por qué? Porque ahí había muchos muchachos jovencitos, de veinte años, por ahí, y se llamaban así el uno al otro, como ahora se dicen boludo normalmente. Yo les pregunté si era el nombre de uno, o por qué se decían así, y ahí me enseñaron.


¿Y después de ahí que hiciste?


Al año y medio más o menos me fui, y entré en la fábrica de cocina “Sirena”. Yo entré en el taller mecánico donde se hacía las matrices, y todo tipo de cosas para las cocinas. Me llevó un húngaro que era el ingeniero ahí. Lo conocí una de las pocas veces que fui al club húngaro. Él nos entregaba un dibujo y teníamos que hacerlo, ese era el trabajo. Al principio no entendía nada, después aprendí bien y terminé siendo medio oficial. Primero me pagaban un peso la hora, pero ojo, valía el peso en ese momento. Eran nueve horas, con treinta minutos para comer algo. Me acuerdo de ahí que había un muchacho, Saulo, que sabía mucho de tornería, nadie sabía cómo él. Yo lo miraba siempre porque quería llegar algún día a trabajar con el torno, era lo mejor de la fábrica. Llegué a trabajar con eso, cuando el ingeniero consideró que yo sabía trabajar bien. Hasta el fin de 1951 estuve ahí.


No te quiero seguir molestando. Después de tantos años y tanta historia, ¿cómo te gustaría terminar? ¿Qué es lo que consideras que concluyó tantos años de esfuerzo y trabajo?


Salir de esa fábrica, no me dejaban salir, porque tenían que tomar otro tornero antes. Así que estaba esperando a que viniera otro a ocupar mi lugar. Y ni siquiera sabía qué quería hacer. Fue gracias a que tu abuelo, Andrés, encontró en la vereda una arandela grower, o arandela elástica como se les dice en castellano. Cuando la encontró se dio cuenta que eso era lo que teníamos que hacer, tener nuestra propia fábrica de arandelas, y ahí decidimos dedicarnos a eso. Así que empezamos a averiguar, y pusimos nuestra propia fábrica en 1952, Andrés, otro socio del club húngaro y yo. Pero eso es una historia completamente diferente.

 
 
 

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Martina Churba

Licenciada en Comunicación Social. Este blog lo hice siendo estudiante, con fines académicos, pero son historias que vale la pena seguir contando.

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